El Cuento del Solstico de Invierno (o cuento de Navidad)

Deambuló toda la noche. La ventisca lo había desviado de su ruta, pero no se detuvo. Tenía que llegar. Era su objetivo. El frío, la nieve golpeando su rostro y la falta de luz, no importaban. Paró bajo un acebo. Se cobijó. Nunca había estado en esta situación, sin medio de transporte, sin saber dónde estaba y sin saber dónde dirigirse, pero no podía perder la esperanza, «¡Eso nunca!», se dijo.

La nieve comenzó a caer más copiosamente y las ramas de los árboles crujían como cuando caminas por un suelo antiguo de madera. Ecos, muchos ecos y ni un rayo de luna. Se preguntaba por qué se había entretenido, por qué se quedó en la taberna hasta tan tarde, por qué ese último juego de cartas y por qué esa última copa de hidromiel. Se preguntó, por qué se desvió del camino, tropezó con aquella piedra y cómo el trineo volcó, no se sabe dónde, con los regalos de sus hijos.

Pensó por qué aquel día y no otro.

Estaba temblando y quería andar, pero las piernas no le respondían, comenzaba a estar helado, la barba blanca se le escarchaba y cuando se retiraba el agua helada de la cara con la manga de la zamarra se le humedecía aún más. Los ojos comenzaron a cerrarse en un dulce sopor y visualizó a su familia cenando entre risas y caricias, sin notar su ausencia. No era la primera vez que no estaba, pero si era la primera que él realmente quería estar. Los adornos de acebo y muérdago abarrotaban toda la casa. Pero él había estado ausente, no había participado en los juegos ni en la decoración. “No fui al bosque a recoger las ramas con mis niños”, pensó.

Lloró, les pidió perdón y cerró los ojos.

El frío era cada más intenso y el dolor más dulce. Una camada de nieve sobre una rama del árbol le cayó encima, pero no se movió, ya estaba totalmente paralizado y el silencio de la noche lo cubrió todo.

El cielo comenzó a viajar por tonalidades grises y blanquecinas, una ligera brisa empujaba a las nubes, ya no nevaba y la escarcha centelleaba con los ligeros, casi invisibles, rayos de sol. Todo era blanco, escoltado por verdes y marrones de los árboles, algunos de esos árboles marcaban una especie de sendero enterrado por la cellisca y, al final, una casa prácticamente hundida en la nieve, con la fumarola de la chimenea débil.

Un ruido de campanillas sonó acercándose, era un trineo llevado por ocho renos. Eran sus renos y llevaban adornos dorados y rojos. Husmearon y removieron la tierra. Lo encontraron enterrado bajo el acebo. Le lamieron y le mordieron el chaquetón arrastrándole hasta el trineo. Un rayo de sol en ese momento cruzó todo el cielo y lo iluminó, le calentó y abrió los ojos. El acebo le inundó con el zumo rojo de sus frutos y comenzaron a galopar los renos ¡lo hicieron hacia arriba, hacia el cielo! Y vio su casa, abajo, al final del sendero, prácticamente enterrada en la nieve. Se descolgó del trineo con los regalos de sus hijos, entró por la chimenea y los dejó junto a la mesa, junto al plato con su cena lista, la que nunca probó. Se acercó sigilosamente a la habitación y se despidió de ellos sin pronunciar una palabra. Una leve lágrima cayó en el suelo, era roja, como el fruto del acebo y todo el suelo cambió a ese color, pero no era un color triste, sino alegre. Corrió hacia la chimenea subió al trineo que esperaba flotando y rió, feliz, como nunca lo había sido. Descubrió que el trineo estaba cargado de regalos y arreó a los renos en dirección contraria al sol. Repartió regalos, gritando y riendo a carcajadas sin parar, por todo el mundo hasta que el sol dio la vuelta a todo el planeta. Cuando llegó al punto de partida paró junto al acebo donde quedó dormido, al bajar del trineo se pinchó con una de las hojas y una gota de sangre escurrió por su dedo hasta la nieve. Los pies comenzaron a transformarse en raíces, luego le siguió el tronco y los brazos en ramas, se transformó en acebo. Comenzó a crecer, alto y fuerte. Envolvió al trineo entre sus hojas y se alzó por encima del bosque.

Ahí continúa, día tras día, esperando, escuchando, recibiendo los deseos de las almas puras, esperando al solsticio de invierno para volar con los renos y llevar la alegría a todos los corazones. El calor a los que aún tienen esperanza.

Jesús García Amezcua

Go Top